Fotografía e identificación
Participar en un conflicto siempre genera consecuencias que parten de lo individual hacia lo colectivo. Eso le da un sentido a la vida y al concepto siempre subjetivo de la libertad de quien toma parte activa en uno u otro; sin embargo, participar sin objetivos claros puede afectar profundamente las posibilidades de triunfo.
En la relación de la cultura de redes con la lucha, el ejercicio de la fotografía se presenta como la gran oportunidad para la participación como testigo y “denunciante visual” de los hechos. El usuario de cualquier dispositivo de captura de imágenes ve en él un ojo omnipresente ante los desafueros contra los derechos humanos que a diario ocurren a su alrededor, por lo que la publicación de las imágenes que obtiene sirve no solo como vía de drenaje de su impotencia sino que, además, pretende con ella motivar la participación de otros.
Ante estas premisas tenemos claro que la fotografia ayuda a la cohesión de quienes están al frente de manifestaciones y enfrentamientos; además, para algunos espectadores, permite moldear aspectos heroicos que aumentan la motivación y el orgullo. Sabemos que la imagen impulsa la lucha y genera una importante memoria para la comprensión posterior de los fenómenos sociales; sin embargo, esas fotografías también se convierten en insumo para los cuerpos represivos que se aprovechan metódica e intencionadamente de las imágenes publicadas para generar perfiles identitarios. Podemos decir, entonces, que su masificación como forma de registro de las acciones de lucha y contención va en proporción directa al uso de programas y creación de grupos especializados en su lectura y categorización con fines de seguridad del Estado.
En este orden de ideas, pudiéramos resumir a dos direcciones las consecuencias del uso indiscriminado de la fotografía durante el conflicto: por una parte, la reiteración de la imagen visual y de su carga emocional que, por efecto de su ilimitada exposición en red, tiende a causar una saturación en el espectador; una suerte de “aplanamiento” en su capacidad de asombro que conlleva de manera paulatina a la desensibilización ante el hecho violento, así como a una ansiosa espera de desenlace que acabe con ese despegue que alimenta la indiferencia y la desesperanza. Por otra parte, también la fotografia (mal entendida como aporte por el fotografiante), entrega al bando contrario las armas para la venganza.
Si tomamos en cuenta los signos que identifican a los bandos en pugna encontramos en los cuerpos de represión una identidad diluida en la repetición de uniformes, corazas, insignias, chalecos, cascos viseras o mascaras. Pudiéramos afirmar, entonces, que muy poca cosa se aplica a la singularidad. Los nombres, números y seriales han sido removidos. El represor es anónimo. En él, la ausencia de identidad que permite el uniforme y en algunos casos la máscara no implica evasión individual sino estrategia del Estado. A diferencia, un amplio espectro diario de fotografías de manifestantes publicadas sin criterio selectivo, permite al poder represor reconstruir la identidad de quienes, luego de varios días de conflicto, han desfilado ante el lente del aficionado todo su vestuario haciendo así una rotación del mismo como pantalla portadora de signos identificadores: desgaste, manchado, roturas, diseños, en fin, signos particulares que al igual que tatuajes y otros caracteres individualizantes van tomando el lugar del rostro cubierto. Un ejemplo de ello es el escudero quien en su búsqueda de “ser”, se fabrica a sí mismo una identidad sustituta llena de signos particulares que el fotografiante hace visualmente reconocible, ubicable y si se quiere, apresable.
Quien participa en el conflicto, debe estar claro que las guerras mediáticas tienen una dinámica distinta. Toda imagen de alguien en el marco de la lucha es un proyectil servido con mantel para el reconocimiento facial, la repetición de elementos y la identificación por parte de decenas de uniformados y personal contratado que hacen su trabajo ininterrumpidamente para que los programas reúnan la información requerida. Por eso, la evasión buscada a través del enmascaramiento con franelas o capuchas no es tal, el anonimato no es tal.
Las imágenes cedidas de manera inconsciente por el usuario común (ese fotografiante que, a diferencia del Fotógrafo, no tiene preparación ni interés alguno en estructurar un mensaje desde la comprensión del lenguaje visual) dan pie a la cacería nocturna, la ubicación casa por casa, el allanamiento y con ello, a la tortura y sufrimiento de quienes, a pesar de un marcada y visible desventaja ante el poder de la represión, continúan a fuerza de voluntad, espíritu y convicción su lucha por la libertad del país.
Afortunadamente, la continua revisión que algunas escuelas de fotografía y espacios virtuales hacen del conflicto a través de foros, conversatorios e intercambios, permiten comprender la peligrosidad que significa la falta de criterios en la publicación de las imágenes para el necesario anonimato de quienes se exponen en la lucha contra una reconocida y salvaje dictadura.
Extractos de “Fotografia, máscara e identificación” Nuevos ensayos, Wilson Prada